Un ciudadano reflexiona sobre el espacio público de la CDMX @carlosgvi

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La cultura de lo público 

Por Carlos González 

La Ciudad de México siempre me ha parecido una especie de Ying Yang del que me siento enérgicamente devoto. Las razones sobran, pero reunidas logran evolucionar en múltiples formas la expresión de sus residentes y visitantes. Lo cierto es que la realidad global actual desprotege a muchos y privilegia a otros, condicionando así el espacio público del que hoy quisiera reflexionar.
Hablar del espacio público no es poca cosa si lo entendemos como el lugar donde cualquier persona desarrolla sus actividades en función de distintas dimensiones, principalmente sociales, políticas y culturales. Hoy en día esta dimensión alcanza nuevas plataformas, como lo es el mundo virtual. Además, da voz a la manifestación, la relación comunitaria e identificación simbólica que deviene del interés humano por saberse y reconocerse ciudadano.
La verdad del asunto es que estamos situados en un momento de crisis del espacio público que hereda marginación, corruptela, discriminación y desde luego desigualdad. Este foco de atención se tergiversa en la Ciudad de México si consideramos que este año se le nombró como la ciudad más cultural del mundo. Los datos sobran: en promedio por persona se disfrutan 76 veces al año de conciertos, obras de teatro, cine y visitas a museos. La CDMX es la segunda ciudad con más museos en el mundo y es una de las que cuenta con una mayor oferta gastronómica. El Bosque de Chapultepec, por ejemplo, es uno de los parques más grandes de América Latina y que en conjunto con otros espacios de esparcimiento recibe alrededor de 2.4 millones de turistas al año.
¿Con qué factores nos encontramos dado los contrastes que vive la Ciudad? Sin duda el principal sería el de la inaccesibilidad. Mucho he escuchado decir que el pagar por un concierto o una de obra de teatro es un lujo; que el viajar implica sacrificio; que la zona metropolitana del Estado de México es una de las más carentes de oferta cultural o que las élites establecidas en la zona urbana detentan el esparcimiento en favor de unos cuantos. Cierto o no, el entretenimiento es consumo, negocio y una vía de poder, pero no sé si la cultura lo es también.
En esa delgada línea entre cultura y entretenimiento es que ciertas personas de la nueva generación millennial, como la definen algunos, han tomado las riendas de la voz pública y desde luego, del espacio púbico mismo. La razón principal, me parece, es porque no hemos entendido que la cultura la hacemos todos, el entretenimiento no. Por ahora las tendencias no son un factor de cambio si es eso lo que queremos como país y ciudadanos pero sí son un indicador de lo que los jóvenes- que son mayoría- conocen y quieren escuchar y debatir. El punto del diálogo se arraiga entre dos generaciones y a su vez entre la cultura y el entretenimiento. De ahí el motivo incluso de no comprender que todos merecen conocer su historia pero no a costa de creer ser mejor persona que la otra. Creo que eso motiva el que hoy en día la voz y el espacio público sea un espacio de inversión para el que más tiene, aún si éste no sabe de donde deviene la cultura del ser humano. Por eso el paso peatonal en Masaryk, Polanco, es un establecimiento comercial más; por eso “nos reservamos el derecho de admisión”. Quizá por todo esto tengamos que pagar hasta $1700 por ver a Diego Luna actuar.
El eje central de esta reflexión se halla en el discurso del día a día de las redes sociales, de la música que escuchamos, los periódicos, las noticias, los comerciales, las escuelas, todo el contexto en el que nos desenvolvemos como seres sociales y que determina el grado de cultura de un país antes que de su educación. El caleidoscopio que el mundo globalizado ha establecido es una infinita e inmejorable oportunidad de cambio. Sus aristas nos representan y nos pertenecen pues transformar no es modificar las costumbres ni las tradiciones. Mucho habrá de servir si leemos “Amor por la Ciudad de México” de Jorge Pedro Uribe (cronista) por ejemplo, en el que menciona que más que monumentos, la ciudad se construye de encuentros inesperados que en muchas ocasiones se da con personajes fantásticos- pasados, presentes y futuros-  que tejen además nuestras múltiples realidades. Y es cierto. Nuestros ancestros, tú, yo, nuestras divinidades incluso, todos, somos personajes fantásticos. No lo son aquellos que dicen que los viejos tiempos fueron los mejores ni lo son los millenials. Todos en nuestra configuración llamada historia somos la fantasía que por desgracia aún no se vuelve realidad pero que es un paso más hacia la recuperación de lo público, tal y como ocurre con la democracia.
Tal vez entendiendo el valor del espacio y su historia se pueda alcanzar el nivel de raciocinio que se requiere para comprender otras crisis como el acoso sexual, el comercio informal, el odio al ciclista, la propaganda, el robo de identidad, la usurpación y el levantamiento de más y más edificios.
La Ciudad de México resguarda el bullicio que a veces implica la creatividad, quizá eso defina el estrés y el ágil ritmo de nuestras vidas, pero está bien. En contraparte la violencia nace de la efervescencia que nos caracteriza, mal empleada en detentar el poder sobre el otro. Así pues, con efervescencia y creatividad es como se puede entender a la cultura como factor de cambio social y no como lucro. Muchos me dirán que nuevos formatos de manifestación social y entretenimiento a su vez han hecho bien las cosas y no lo niego, incluso lo aplaudo, tales como el stand up, el microteatro, las plataformas digitales e incluso el propio blog que ha tomado un segundo respiro. Lo cierto e insistente del asunto es que se hallan aún inaccesibles para muchas comunidades vulnerables que antes que consumir información lo que más quieren es solvencia económica.
Soy optimista de que las vías de comunicación alcanzarán a conectar esta ciudad heterogénea y a su vez vencer los prejuicios de las clases sociales. Una vez alcanzado esto, el conocimiento será la verdadera riqueza justificando su ya exquisito valor cultural.



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