Dale a tu cuerpo alegría Micaela – Un cuento de Ivonne Baqués @amikafeliz

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La conocí en la vecindad donde vivía mi abuela. Un domingo que fuimos a comer, mi mamá me mandó al mercado por unos aguacates para el guacamole y la niña con los ojos más bonitos y las trenzas más largas que hasta entonces había visto, se me acercó con curiosidad y me preguntó: “¿A dónde vas?”

Sonrojado y con las palabras revueltas sólo pude contestar: “A los aguacates por el mercado… que diga, al mercado por los aguacates”.

La pequeña metiche soltó una carcajada y en modo autoritario me dijo: “Te acompaño” lo que fue muy beneficioso para mí, ya que además de bonita y divertida, era una experta escogiendo aguacates; según ella, el guacamole de su mamá era el mejor del mundo.

Cuando regresamos, apenas cruzamos la puerta de la vecindad se escuchó un grito que hizo retumbar todas las ventanas. “¡Patricia ¿Dónde carajos estabas?!”

Al levantar la mirada la vi por primera vez y fue tal mi impresión, que una parálisis desconocida me entumeció las piernas y la lengua. Una robusta mujer como de un metro noventa y una sola pierna, apoyada en sus muletas me miraba furiosa, como si fuera un insecto al que había que apachurrar.

-Fuimos al mercado.
-¿Y con permiso de quién?
-Perdón mamá.
-Sabes que no debes salir sola.
-No estaba sola, salí con él.

En ese momento pasé de ser sólo un espectador a parte del problema.

-¿Y quién es este?
– Es mi nuevo amigo, se llama…

Yo sabía que se llamaba Patricia, pero ella seguía sin saber mi nombre.

-Soy Pablo Ramírez señora, mucho gusto…

Por arte de magia las piernas y la lengua se me desentumieron y con una soltura inusual en mí, me acerqué a la señora y extendí mi mano. Ella se dio la vuelta dejándome con la mano estirada.

-Ya métete, estás castigada.

Patricia sin levantar la vista del piso la siguió como un manso corderito.
Durante la comida, le pregunté a mi abuela por la señora sin pierna. “Es la señora Micaela” me dijo, entonces nos contó que era una mujer muy trabajadora, que se ganaba la vida lavando y planchando ajeno. Mi mamá hizo la observación de lo difícil que debía ser para ella realizar sus actividades recargada en una muleta. Yo también hice una observación: “me parece una señora muy mal educada, me dejó con la mano extendida, no me quiso saludar.” “No se lo tomes a mal – dijo mi abuela- esa pobre mujer ha sufrido mucho, después de que la atropellaron y perdió la pierna, su marido la dejó con una bebé de meses y, a pesar de su discapacidad, la saca adelante, por eso es desconfiada con la gente, entiéndela. Primero te parece seca y ruda, pero cuando la tratas te das cuenta de que es una buena persona.
A partir de entonces el domingo se convirtió en mi día favorito. Después de comer salía al patio a jugar con Patricia hasta que la señora Micaela se asomaba por el barandal y con su mirada fulminante me convertía en un insignificante bicho para luego decir: “Ya métete”. A lo que Patricia obedecía sin chistar.

Así pasó el tiempo, hasta que un año en vísperas de navidad, organizaron una posada en la vecindad a la que acompañamos a mi abuela. Mi mamá fue sólo por cumplir, mi papá con jeta y yo feliz. Junto a Patricia cargué los peregrinos y entre los dos recolectamos hartos dulces de la piñata. Todo era relativamente normal, mis papás bailaron cuando pusieron un rock & roll, porque si no lo hacían, mi papá sabía que mi mamá le iba a recitar la misma letanía que ya se sabía de memoria. “¿Tanto trabajo te cuesta darme gusto? Si no quería venir te hubieras quedado…”

Mi abuela chismeaba con las vecinas y yo correteaba con Paty por el patio, cuando de repente, “Perfume de Gardenia” sonó en el alta voz. Entonces lentamente Don Antonio, el señor de la tienda, se acercó a la mamá de Patricia para sacarla a bailar. Todos nos quedamos atónitos, esperando a que la mujer le atestara un golpe con las muletas por insolente. La gente comenzó a murmurar: “Seguramente está borracho” “¿Cómo se atreve a burlarse de ella?” Mi papá sólo abrió la boca para decir: “¡Qué huevos de cabrón!” Y entonces sucedió lo inimaginable, la señora Micaela sonrió, por primera vez desde que la conocía la vi sonreír y recargándose en él, se levantó. Don Antonio la tomó entre sus brazos y juntos se balancearon al ritmo de la música, convirtiendo el patio y la vecindad entera sólo de ellos.

A partir de entonces, Micaela dejó de ser ese costal de papas amargado para convertirse en un rosal luminoso y colorido. Mi abuela nos contaba en la comida las novedades del romance que traía a todas las vecinas vueltas locas.

-Mica nos contó que el próximo fin de semana Don Antonio la llevará a Morelia para presentarla con sus hijos.
-Abue ¿en qué momento, el ogro de la señora Micaela, pasó a ser simplemente Mica? – Mi abuela mirando de reojo a mi papá contestó: –
-Es que mujer que no recibe flores ni atenciones, se marchita…

Mi padre se puso más serio que de costumbre y a mí se me encogió el corazón de pensar que al otro domingo no vería a Patricia, lo que no imaginaba, es que ya no la volvería a ver.

A mediados de esa semana, mi abuela sufrió una embolia y estuvo internada varias semanas, cuando la dieron de alta ya no pudo caminar, así que se fue a vivir con nosotros. El día que fui con mi papá a empacar sus cosas y a entregar su departamento, Paty se había ido de excursión con su grupo de la escuela, así que tembloroso, le pedí a su mamá que le dijera que volvería para despedirme, lo que no ocurrió, mi casa quedaba lejos de la de ella y mis papás ya no tenían a que ir.

Entré a la secundaria y dos años después, mi abuela sufrió otra embolia perdiendo la vida. Mi papá se encargó de avisarle a los ex vecinos de mi abue, casi todos fueron al entierro. La señora Micaela llegó del brazo de Don Antonio, sin Patricia. Cuando se acercó a mí para darme el pésame, sus ojos se clavaron en los míos como antaño, dejándome nuevamente sin habla.

La zozobra me tenía en vigilia permanente, no podía dormir ni concentrarme en las clases, necesitaba saber que pasaba con Patricia, así que un día me escapé de la escuela y atravesando la ciudad llegué a la vecindad de mi niñez. Toqué donde había sido su departamento, del donde salió una joven mujer con dos niños, me contó que llevaba un mes viviendo ahí y no conocía a ninguna Patricia. Entonces la señora Cecy salió para intentar consolarme.

-Mijo, que bueno que te alejaste de esa muchacha, resultó ser una loca.
-¡Oiga! ¿Por qué habla así de ella?
-Porque la muy mal agradecida se largó con el hijo de Mateo el mecánico y nadie sabe nada de ella, su pobre madre enfermó de la tristeza, hasta que Don Antonio se la llevó a vivir a Morelia. Ahora que la vi en el velorio de tu abuela, ya se veía mejor, pero parecía alma en pena…

Ya no pude seguir escuchando, salí corriendo al taller mecánico de Mateo, pregunté por su hijo y me contó lo mismo que la vecina, pero resumido: “Se largó con la hija de la coja y nadie sabe donde andan.”

El recuerdo de Patricia y su madre, lo enterré en el lugar más recóndito de mi memoria, bajo llave, en un baúl de hierro, justo donde no pudiera doler. Y ahí permaneció por décadas, hasta que hace unos días la vi en el metro. Sí ahí estaba, sentada en el lugar para discapacitados, más robusta, con su cabellera casi blanca y sus muletas. Yo venía de recoger a mi hijo del karate, así que dudé en acercarme a saludarla, pero pudo más la nostalgia que llegó a mí al volver a verla.

-Señora Mica ¿cómo está?

-Pablo, muchacho de porra ¡que gusto!

Recordaba mi nombre, siempre creí que me llamaba “el muchacho de porra ese” porque había olvidado que yo era Pablo.

-¿Cómo has estado?
-Muy bien gracias ¿y usted?
– Bien hijo, no me quejo, sigo esperando a que me crezca la pierna que me falta – una estrepitosa carcajada salió de su boca, la cual se escuchó por todo el vagón. Y yo no supe si era políticamente correcto reír también

– ¿Y quién es este guapo?
– Es mi hijo. Sebastián saluda a la señora Mica.

La cara del niño mientras estiraba la mano me recodó al Pablo de nueve años, en medio del patio petrificado ante aquella mujer.

-Mucho gusto Sebastián.

Bueno, pues yo me bajo en la que sigue, mi marido me espera en la salida de Cuitlahuac.

Me hizo ilusión volver a ver a Don Antonio, así que me ofrecí a acompañarla, entonces Sebastián le ayudo a cargar su bolsa.

-¡Qué niño tan formal y bien educado! Se parece a ti.

Con una mano le ayudé a sostenerse y con la otra, cargué una de las muletas. Los tres caminamos hacia la salida.

-¿No me vas a preguntar por ella?

Sentí alivio, no me atrevía a preguntar por miedo a que su madre nunca más hubiera sabido de Patricia.

-¿Cómo está?

-Bien. De adolescente se fue al gabacho con un bueno para nada, pero ahora está casada con un gringo que la quiere mucho, tiene la green card y es terapeuta en una clínica para niños que por diversas razones no pueden caminar.

-Dígale por favor que la recuerdo con cariño.

Regalándome una tierna mirada me contestó:

-Y ella a ti.

Al llegar a la entrada del metro, vi como la cara de un viejito que no era Don Antonio se iluminó. Micaela lo tomó del brazo y lo besó en la boca, ante mi sorpresa me dijo: “Pablo, te presento a Jonás, mi esposo.” A lo que sin pensar contesté: “¿Otro?” El señor extrañado preguntó:

-¿Cuál otro?

-Discúlpeme señor, pregunté “Otto”, es que no escuché bien su nombre. -Micaela soltó una risilla traviesa apenas audible.

-Ay muchacho, tienes que ir al médico, soy Jonás no Otto, estás más sordo que yo.

Sebastián y yo nos despedimos. Sin dar crédito a lo radiante que se veía la señora Mica, regresé con mi hijo a los vagones. Entonces me preguntó:

-¿Quién es esa señora papá?

-Una mujer que pudo ser tu abuela.

-Lástima, me cae mejor que tu mamá, esta sí sonríe.



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