“La Silla Eléctrica” un cuento de Ivonne Baqués @amikafeliz

Por Ivonne Baqués

Como cada año, el calendario te recuerda que eres un año más viejo y por lo tanto un poco menos feliz, pero respiras aliviado porque lo lograste, llegaste a los cincuenta. Sano, completo, con trabajo y como era de esperarse solo. Entonces como cada año, te desvistes frente al espejo y te haces la misma pregunta: “¿Y si es este mi último cumpleaños?” Después te metes a la regadera y dejas que el agua tibia te lave el cuerpo y el alma. Te vuelves a prometer a ti mismo que el próximo cumpleaños será diferente, que tienes 365 días por delante para atreverte a vivir. Pasan por tu mente las escenas de una película que llevas elaborando por mucho tiempo, donde tomas un tour por Europa, te imaginas conviviendo con la gente en un autobús sin inhibiciones, sin miedo a ser rechazado, a veces platicando con la viejita del asiento de atrás, otras con la señora de los mellizos. Puedes verte claramente caminando por los Campos Eliseos o paseando en una góndola veneciana, también te imaginas besando a la señora de los mellizos a la orilla del Támesis mientras las campanas del Big Ben tocan doce veces, pero de repente, la señora se convierte en Rocío y quieres llorar.

Nuevamente Fernando te llama para felicitarte y después de cantarte las mañanitas, te inventa alguna excusa para no verte. “Pa, no me lo tomes a mal, pero tengo que hacer un trabajo y no se a que hora termine, pero si me desocupo, te caigo en la noche”. Y como siempre, le dices que no se preocupe, que la universidad es primero y terminas la llamada preguntando: “¿Cómo está tu mamá?”

Así como cada cumpleaños te preguntas si este será el último, cada año nuevo, mientras tratas de ingerir las doce uvas, sólo puedes pensar si sobrevivirás al año que comienza. Llevas mucho cuestionándote lo mismo de manera sistemática y cada vez sientes más ansiedad porque eres más viejo, pero en los últimos meses, la obsesión por saber si tu vida llegará a su final en un futuro inmediato se ha vuelto lacerante. Sobre todo, desde que fuiste a esa exposición donde las pinturas de artistas famosos te observaban burlonamente, lo mismo te miraba con desdén la Liz Taylor de Warhol, que el auto retrato de Frida Kahlo, o la Gala de Dalí, todas parecían pensar: “pobre looser, su mujer se fue con otro y este sigue enamorado de ella”. Uno a uno, desfilaron los cuadros ante ti, cuando de repente te topaste con ella, imponente, tenebrosa y a la vez seductora, ahí estaba la silla eléctrica de Andy Warhol. De todos los cuadros de la sala, era el que menos fans tenía, pero el que a ti más te gustó. Magnéticamente te sentiste atraído hacía él, paralizado contuviste el aliento unos segundos, después, sentiste como las gotas de sudor recorrieron tu espina dorsal, mientras te preguntabas: “¿Y si yo estuviera ahí?”

Desde entonces te has preguntado de manera recurrente: “¿Qué será lo último que pasa por tu mente antes de morir? ¿De qué te arrepientes más, de lo que hiciste o de lo que no?” Y entonces una especie de curiosidad perversa te invade, esa, que te ha acompañado a lo largo de los años al pensar en la muerte, esa que le ocultas a tu psiquiatra para que no te medique más.

Cincuenta es un número importante, te mereces una celebración, sobreviviste, a pesar de que tu esposa dejó de quererte sigues cuerdo. Así que te rasuras y te pones la camisa que te compraste en el duty free, esa que estrenaste cuando llevaste a Paula al ballet. Así como en esa ocasión te trajo suficiente suerte para conseguirte un acostón, confías en que ahora no te fallará.

Reservas una mesa en un lugar elegante, cuando la chica te pregunta: “’¿Cuántas personas?” Respondes con voz apenas audible, como si te doliera escucharte: “Una”

Te subes a tu auto y el waze te indica que tu camino al restaurante será pesado, no te importa, nadie te espera. Le subes a la canción de Metallica y cantas:

Now I lay me down to sleep

I pray the Lord my soul to keep

If I die before I wake

I pray the lord my soul to take…

Tu canto es interrumpido por una llamada, el nombre de Rocío aparece en la pantalla y tu corazón late. Tardas unos segundos en contestar, no quieres parecer desesperado. “¡Feliz Cumpleaños! ¿Dónde es el festejo?” Sin pensarlo contestas que en el Aud pied de cochon. “¡Qué elegante! ¿A qué hora?” Con emoción respondes que vas en camino. “Ando cerca, ahí te veo”.

Al llegar al restaurante, la chica de la entrada pregunta si ya te esperan, estas a punto de contestar que no, cuando ves a Rocío en una mesa del fondo levantar la mano. Al llegar a tu mesa ella te abraza cariñosamente, hueles sus cabellos y te acuerdas del Carolina Herrera que le regalaste hace tres Navidades. “¡Feliz cumpleaños Fer!” Entonces sus labios rojos se posan en los tuyos.

Comen y beben copiosa y alegremente, recuerdas otros cumpleaños a su lado, ambos brindan, ríen y festejan, entonces le preguntas: “¿Fuiste feliz conmigo?” Ella levanta su copa diciendo: “Por los buenos tiempos”.  Al llegar la cuenta ella se ofrece a pagar a modo de regalo, tú, en tu papel de caballeroso galán contestas que de ninguna manera. Cuando salen del restaurante le preguntas que si trae coche, ella responde que no, te ofreces a llevarla a su casa y ella acepta. Mientras esperan tu auto, te preguntas: “¿Y si esta es la última vez que la veo? ¿Y si a la hora de mi muerte me arrepiento por lo que no hice?” Entonces le dices que si en vez de llevarla a su casa, mejor van a la tuya y sin dudarlo te dice: “Me parece bien”.

Como si fuera un agente de bienes raíces, Rocío recorre la casa y celebra tu buen gusto para la decoración. “Fer ya me había dicho que tu casa era linda, pero confieso que no le creí”. Como si no hubieras bebido ya bastante, sacas la botella de champagne que tenías guardada para celebrar cuando Fernando termine la escuela y brindas por el gusto de pasar otro cumpleaños en su compañía, después, sacas los cd’s que ella te regaló cuando ambos estudiaban en la facultad. Nuevamente sus labios se posan sobre los tuyos y entonces tu mano juguetona se escabulle debajo de su vestido. Mientras ella desabrocha los botones de la camisa de la suerte, te preguntas si los preservativos que guardas en el cajón no han caducado.

El sol entra a través de las cortinas de la recamara iluminando tu cara, antes de abrir los ojos supones que han de ser como las nueve, entonces te haces consciente de la resaca que te taladra la cabeza y las imágenes del día anterior pasan frente a ti como si estuvieras en el cine.  El restaurante, esos labios rojos sobre los tuyos, la ropa esparcida en el suelo, la piel desnuda y suave de Rocío, tus manos manchadas de sangre… Entonces abres los ojos y nuevamente las gotas de sudor recorre tu espina dorsal. En ese momento, te das cuenta de que no fue una pesadilla, tus manos y el cuchillo entre las sábanas están cubiertos de sangre. Te esfuerzas, pero no recuerdas nada, bajas a la sala y encuentras la ropa de Rocío esparcida por la alfombra tal y como lo recuerdas, entonces gritas su nombre. Nadie contesta. Buscas en la cocina, en el estudio, te asomas a la cochera y nada. Desesperado, dejas caer tu angustiado y desnudo ser sobre el sillón, te percatas que tus manos siguen manchadas de sangre. Quieres llorar pero no puedes.

Resignado, te diriges al baño para lavarte y al abrir la puerta, con horror descubres en la bañera el cuerpo ensangrentado de Rocío. Una especie de satisfacción mal sana te invade, no recuerdas nada, pero sabes que fuiste tú. La imagen de la silla eléctrica de Warhol se queda fija en tu mente, mientras piensas: “Ahora, sabré lo que se siente”. Minutos más tarde, recuerdas que en México no existe la pena de muerte y un llanto estremecedor se apodera de ti.