Para todas las mujeres (las vivas y las muertas) -Alexis de Anda @alexisdeonda

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Han matado a otra mujer. Ingrid Escamilla Vargas, se llama. Porque así se sigue llamando y se seguirá llamando aún después de muerta. Ingrid está más presente que nunca, más presente que cuando peleaba con su pareja en su departamento y se escuchaban gritos y golpes y los vecinos sólo decían “Qué pareja tan extraña”. Está más presente que cuando sus familiares la tenían que esperar afuera de su casa porque el portero no permitía que nadie entrara a verla “por órdenes del señor”. Está más presente que cuando quiso saltar del balcón de su departamento y la policía logró convencerla de que no lo hiciera. Ingrid está muerta porque no sabemos escuchar. Ingrid está muerta porque hemos aprendido a no meternos en lo que no nos importa. 

Uno piensa que si sus vecinos pelean noche tras noche, es algo normal. Uno no tiene por qué meterse. Tal vez si alguien se hubiera metido, tal vez si alguien se hubiera acercado a ella en el pasillo un día y le hubiera dicho algo. Tal vez si otra mujer no hubiera tenido miedo igual que ella, igual que todas, entonces Ingrid estaría viva. Tal vez si el sistema penal funcionara, entonces la violencia intrafamiliar no sería el delito más denunciado en la Ciudad de México. Pero yo no me siento protegida por nadie. No puedo siquiera acercarme a un policía y pedirle ayuda sin antes pensar que me verá con una mirada lasciva, que él también me estará juzgando por ser una mujer blanca y privilegiada, que me tratará con desprecio o, por lo menos, con condescendencia. A veces sueño que me persiguen hombres de los que no puedo escapar, las piernas se me hacen como de hule y me caigo sin poder levantarme. En esos sueños intento defenderme, pelear, golpearlos pero no tengo fuerza. Así nos sentimos todas casi todo el tiempo. 

Y eso que yo soy de las privilegiadas. Y eso que yo no tengo miedo de usar mi voz, por lo menos eso creía hasta que recordé todas las veces que permití que un hombre me tocara o me dijera algo denigrante y me he quedado callada. Y eso que yo me considero una mujer fuerte, que no se deja. Pero si un hombre me persigue, si me toma por el cuello o me golpea no seré una mujer fuerte, seré una víctima más. Una de las miles que sufren en silencio día con día. Si un hombre me clava un cuchillo en la garganta no seré capaz de pedir ayuda. La naturaleza nos hizo frágiles, la sociedad débiles y nuestro país sumisas. Un México en el que crecimos viendo a Jorge Negrete agarrar a María Félix contra su pecho bruscamente para besarla y lo llamamos “romántico”, un México en el que se sigue festejando al héroe mítico de Pancho Villa por tener más de trescientas mujeres, un México en el que somos todos hijos de la chingada, de la violada, de la puta madre. Un México en el que matar a una mujer es un “crimen pasional” cuando la pasión no tiene nada que ver con el odio. Un México en el que las mujeres bajamos la mirada cuando pasamos junto a una construcción, en el que no podemos abordar el transporte público sin miedo a ser agredidas, en el que sufrimos abuso de los que deberían de protegernos: nuestros padres, tíos, hermanos, primos, maestros, amigos, novios, amantes, esposos… Fue el esposo de Ingrid quien la mató. La abrió y tiró sus órganos al escusado como si fueran un desecho más. El policía que lo arrestó le preguntó “¿Y qué hizo usted con las partes, las piezas…?”. Las piezas, como si fuera un aparato electrodoméstico. Como si no fuera una mujer. 

Fotografiaron el cuerpo de Ingrid abierto en canal y desollado, la prensa las publicó con esa insensibilidad que caracteriza tanto a los medios mexicanos. Hay que buscar la nota roja a como dé lugar y nada llama más que la sangre. Y nuestro morbo, nuestras ganas de sentir algo: indignación, tristeza, odio, aunque sea asco, hizo lo suyo viralizando estas imágenes; replicando la violencia de pantalla en pantalla para que olvidemos que esa joven mujer tenía un nombre y una familia y sólo veamos sangre, el matadero, como toros de lidia frente a una bandera. ¡Al pueblo pan y circo! Y todos los medios publican el video de este hombre lleno de sangre con los ojos vacíos y negros, los ojos de un asesino, hablando de cómo tiró las piezas al drenaje. Y vemos al hombre y le damos nuestra atención, repetimos su nombre y se vuelve un mantra. Repetimos el nombre de los asesinos, publicamos sus imágenes, vemos sus documentales hasta que terminan siendo protagonistas de películas, terminan siendo estrellas: Enrique VIII, Jack el Destripador, Charles Manson, Tedd Bundy, el Poeta Caníbal, el Monstruo de Ecatepec… Sus nombres serán recordados ¿pero quién se acordará de Ingrid dentro de un año? ¿Quién se acuerda del nombre de alguna de las cientos de muertas de Juárez? ¿Quién se acuerda de Mariana Joselín (18 años, asesinada en una carnicería) o Brenda Cruz (21 años, subió a un taxi y fue encontrada en un paraje) o Fátima Quintana (12 años, iba a la escuela y la interceptaron tres hombres, uno sentenciado a sólo 5 años de cárcel y otro ya está absuelto) o de Lupita “Calcetitas Rojas” (5 años, su padrastro la mató a golpes por no avisar que tenía que ir al baño) o de cualquier otra joven asesinada en el Edomex? ¿Quién se acuerda de ellas?

Mataron a otra mujer mientras escribía esto. Matan a una mujer cada dos horas y media en México. A todas nos matan.

Nos matan cuando nos golpean.
Nos matan cuando nos gritan.
Nos matan cuando nos humillan.
Nos matan cuando nos dicen “no opines”.
Nos matan cuando nos dicen “no puedes”.
Nos matan cuando nos llaman “putas”.
Nos matan cuando nos tocan sin permiso.
Nos matan cuando nos ven con lujuria.
Nos matan cuando nos tratan como objetos.
Nos matan cuando olvidan nuestros nombres.
Nos matan cuando matan a una de nosotras.
Una parte de nosotras muere con ella. 

Olvidemos el nombre y los rostros de los asesinos.
No merecen llevarse el reconocimiento.
No las olvidemos a ellas. 
No son sólo pedazos de carne para la portada de un periódico.
No son sólo nombres para llenar tus conversaciones.

Son flores arrancadas de la tierra.





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