"Mi Padre" por Rafael Martínez de la Borbolla @rafaborbolla

Mi Padre.
Rafael Martínez de la Borbolla @rafaborbolla
“Un hombre cuenta sus historias tantas veces que al final él mismo se convierte en esas historias. Siguen viviendo cuando él ya no está. De esta forma, el hombre se hace inmortal.” The Big Fish.
Conocí a mi padre Rafael Martínez de la Parra el día que nací, convirtiéndose en figura constante en mi vida. De pequeño recuerdo haberlo visto poco; el padre de familia se dedicaba a trabajar para darnos la mejor calidad de vida posible. Los Domingos era el día familiar y en la sobre mesa nos contaba cientos de aventuras de su infancia y juventud. Para el pequeño que yo era, todas me parecían fantásticas y casi místicas. Cuando uno es un niño, cualquier relato, aunque sea fantasioso, dicho por nuestros padres es la única verdad.
Sus historias tenían de todo: niño gritón de la lotería nacional tocándole bailar en un sorteo mayor con la actriz de moda Esmeralda; en el Palacio de Bellas Artes apareciendo como esclavo en la Opera Aida, donde tenía que llegar temprano para que con grasa para zapatos lo cubrieran de negro y entraba nada más y nada menos en la columna de prisioneros con la Marcha Triunfal, para después con astucia hacer cola dos veces, una todavía cubierto de negro y otra ya limpio para no ser reconocido por el contador del evento y recibir doble pago, para de ahí irse a cenar al café de los Chinos. Conoció en persona al General Mariles y su caballo Arete (regresaron con la Medalla de Oro de las Olimpiadas de Londres 48).
En sus primeros años de primaria, a merced de un empujón de su hermano, el tío Memo, que lo puso en línea directa de fuego, fue víctima del pico de una azadilla que el jardinero de la escuela estaba utilizando y al tomar vuelo hacía atrás para remover la tierra del jardín fue a plantarse en el cráneo de mi padre, quien nos demostraba la fe de los hechos con un hoyo en su cabeza que ahí sigue y seguirá por la eternidad. Como olvidar el día en que para ver quien podía poner la mano más adentro del pozo del colegio, triunfó solo para caer dentro de este, dislocarse el brazo y ser llevando en hombros por todo el patio en el recreo por sus entusiasmados compañeros. Al parecer era una época en donde los padres se preocupaban poco por la seguridad de sus hijos, según lo que yo entendía él, tercero de ocho hijos, trabajó desde la infancia. Al parecer no había leyes contra la explotación infantil, pues hizo todos las actividades imaginables desde las que he mencionado, pasando por cuidador de coches cuando llegaba a su colonia el circo Ataide. Tuvo un puesto de globos en el mercado, elaboraba cremas para venderlas a domicilio, distribuía perfumes y lociones en las farmacias de la zona. También estudió sin mucho éxito piano en el conservatorio y recorría la distancia, que, para mi gusto, me parecía extrema, en bicicleta desde la Colonia San Rafael en donde se encontraba su casa, hasta lo que conocemos ahora como Polanco, “eran llanos verdes hasta donde podías ver y me tocó ver la construcción de las primeras casas… quién se hubiera imaginado que algún día habría tráfico” concluía. Esa bicicleta lo acompañó en varias aventuras junto con su perro el duque, quien murió envenenado por algún envidioso vecino.
También se llegó a desempañar como asistente de médico el día en que su primo Manuel se rompió un brazo y, como en la clínica ese día no se presentó la enfermera, tuvo que ayudar al doctor para acomodar el hueso del accidentado.
Contaba como siendo alumno del Tepeyac, en donde asistió por un año, tenía que comer solo en el patio un sándwich de jamón, pues a falta de recursos no habían pagado el comedor del colegio, al parecer, a él no le importaba. Recuerda con agrado como en una kermes, fueron las niñas de la escuela de enfrente, solo para ser rodeado por una docena de pequeñas mujeres y escapar haciéndole costillas a una de ellas solo para ganarse una reprimenda del Prefecto y ser expulsado del evento. Fue boy scout y líder de grupo, llevando a sus hermanos y amigos a campamentos donde pasaban la noche a la intemperie, a veces llovía, otras se perdían, en fin, como es su lema: cada día una aventura.
Cada vez que nos topábamos con una motocicleta me comentaba de la suya que tuvo a los 18 años y en la cual realizó tremendas odiseas a Acapulco, siempre la famosa motocicleta se estropeaba o se tenía que empeñar, aumentando el nivel de emoción de la historia.
Se recuerda como un delgado chamaco hasta el día que a escondidas de su madre se comió una olla completa de frijoles, para en ese instante y de manera por demás espectacular, convertirse instantáneamente en un regordete muchacho. Todos los veranos era enviado con sus tías a Tulancingo, una de ellas relata, había realizado un viaje a Europa en el transatlántico Queen Mary, teniendo que comprar el pasaje del autobús con 15 día de anticipación y quienes le daban a la criatura una copita de pulque al día, recuerda que se podía tomar agua del rio que en ese entonces era el limite de la ciudad y degustar, nada más cuestión de arrancarlos, de unos deliciosos rábanos que crecían alrededor de este y alguna vez acompañarlas en un viaje a Pachuca en carreta.
La tierna infancia de mi padre transcurrió en la Segunda Guerra Mundial, en un mapamundi observaba aquellas ciudades en donde se libraban esas cruentas batallas, el día del desembarco en Normandía fue despertado por la radio quien informaba el inicio del día D hacía 8 horas en una costa al norte de Francia, me contó como escuchó de los labios de su madre, mientras preparaba el desayuno la advertencia “ya empezó” y hacer una oración por todos esos miles de jóvenes anónimos que estaban dando la vida a miles de kilómetros de distancia por la libertad del mundo y como en la calle aplaudió con muchos otros desconocidos, cuando se anunció otra vez por la radio, la rendición de Japón. También platica como durante toda esa época existieron apagones casi todas las noches por posibles ataques a la Ciudad de México, y como se aconsejaba a todos los mexicanos sin importar sexo o edad estar alertas de posibles sabotajes de infiltrados, como todos los niños del país me imagino, andaba alerta buscando espías alemanes, japoneses o de donde fueran, eso sí, dándole protección a su pequeño vecino descendiente de japoneses Kirosh del bullying de esa época.
Vivió el cine en blanco y negro al estilo “Cinema Paradiso”, en donde todos los niños de la edad iban para aplaudir a los norteamericanos en su lucha contra los alemanes, a la caballería rescatar diligencias de los apaches, aplaudir, gritar y emocionarse según la temática. Generalmente había doble función.
También en su época de servicio militar fue el abanderado de su generación en el Zócalo para entregar la bandera al mismísimo Presidente Ruiz Cortines. En un viaje a los Pirineos se quedó, para el deleite de los nietos que observaban el incidente, trabado en un pequeño baño portátil en medio de la montaña, para ver como si fuera una trampa, como se movía y brincaba mientras el abuelo trataba de escapar solo para caer de lado con él adentro.
Siempre me compartió sus deseos de infancia; la alegría de haber sido Scout, la añoranza de haber tenido un caballo o la ilusión nunca cumplida de haber estudiado aunque fuera un año en Estados Unidos, la emoción de su primer coche; haciéndome cómplice de todos los detalles que lo llevaron adquirir al fin su Packard, para sorpresa mía primero me inscribió en los Boy Scout, después me compró un caballo “Caramelo” y él por fin cumplió su sueño de nombre “Rompope” con quienes montamos largas horas los fines de semana haya por el rumbo de Acaxochitlán, nutriéndome en cada cabalgata con más historias, después me envió a estudiar al país del Norte y en el último año de la Preparatoria me regaló un coche. Los sueños de los padres se entregan a los hijos.
Así crecí, con cientos de historias contadas; no hay grises, todo es extremo, en la niñez se quiere escuchar el cuento una y otra vez. Pero la infancia termina, los requisitos hacia los mayores son otros y los cuestionamientos no tardan en llegar. Los padres dejan de ser la única referencia con respecto al mundo exterior y uno empieza a hacerse su propia idea del universo, por lo que en mi adolescencia deje en el baúl de los recuerdos las historias de mi padre. ¿Pero qué es la vida sino una contraposición de historias que valen la pena ser contadas? ¿Acaso no sería mejor que cada historia fuese contada de manera que la realidad y la ficción quedaran al libre albedrío del oyente? La respuesta me la dio la vida misma, primero su primo Manuel y mejor amigo de infancia, con quien yo siendo ya universitario me empezaron por algún motivo que aún desconozco a invitar de vez en cuando a comer; siempre eran restaurantes en el centro de la ciudad donde había un recuerdo que contarme, así sus historias de infancia empezaron a tener protagonistas de carne y hueso. La segunda y más impactante, cuando trabajaba como auditor fui hacer una visita a una empresa, y como nada en el mundo es coincidencia, estaba ahí un señor como de 60 años que me presentaron como el Lic. Neira, el cual no dejo de obsérvame ni por un segundo, cuando termine mi labor, se paro frente a mi y me dijo “ahora vayamos a lo importante, que eres tu del Chiquilín”, respondí que no sabía quien era el “Chiquilín” y sonriente me contesto “Rafael Martínez de la Parra”, así pues resulta que soy idéntica copia de él, y con el señor Neira cobraron una vez más vida todas aquellas historias, aquella moto, su Packard que tanto me contaba, en fin….. la vida misma. Y por último unos recortes de periódico que rescató el tío Memo donde aparece mi padre bailando con la artista en la celebración de la Lotería Nacional, entregando la bandera al Presidente de la República y muchas otras imágenes más que permanecen en mi mente.
Así es mi padre. En un siglo en que la memoria parece alejarse cada vez más de la vida, él es un salteador de caminos de la memoria cotidiana, que anda a campo traviesa echándose en el saco todo lo que corre el riesgo de perderse para el mundo por las desidias del corazón. La suya es una apreciación personal e inquietante que lo mismo puede leerse al derecho o al revés por la magia de sus historias: los momentos difíciles se convierten en graciosas anécdotas, se olvida lo que duele y se recuerda lo que merece ser recordado, ruidos y carcajadas de tiempos pasados pero presentes en los que lo escuchan, en oportunidades para dar, para seguir el camino, para nunca darse por vencido, para compartir, para no juzgar, para perdonar, para jamás odiar. En fin, la vida entera vista por el niño que fue y siempre para fortuna de todos nosotros será.
Aquel niño de tantas aventuras se hizo hombre entre los azares del destino y aunque su vida no ha sido color de rosa, él gracias a su actitud la hizo multicolor; estudió contaduría pública en la ESCA, en ella finalmente le presentaron a una mujer que era vecina de su calle, Altamirano, la había visto ya muchas veces pero nunca se hablaron, cuenta que le recordaba a la protagonista del comic “la pequeña Lulú”, se enamoraron y casaron, estando juntos ya por más de 50 años, tuvieron 4 hijos y formaron una familia, después llegaron los nietos y ya un bisnieto. Es un hombre sincero de sonrisa franca y rápida, solidario hasta el extremo brindándome su consejo y apoyo en esos momentos difíciles de la vida cuando los demás ya corrieron, cuando la situación se pone de terror él y mi madre siempre están presentes para sus hijos. Sigue contando emocionado sus historias a todo aquel que tiene la fortuna de saberlo escuchar. En lo personal me quedo con la angustia de haberle ofrecido muchas más penas que glorias, pero también sé que para los soñadores lo mejor llega con el atardecer. ¿Que más puedo decir de Don Rafael Martínez de la Parra?, solo que el 10 de marzo cumple 80 años. Feliz cumpleaños.

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